Anthony Burgess

La naranja mecánica - Capítulo 1

-¿Y ahora qué pasa, eh?
Estábamos yo, Alex, y mis tres drugos, Pete, Georgie y el Lerdo, que realmente era lerdo, sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco. El bar lácteo Korova era un mesto donde servían leche-plus, y quizás ustedes, oh hermanos míos, han olvidado cómo eran esos mestos, pues las cosas cambian tan scorro en estos días, y todos olvidan tan rápido, aparte de que tampoco se leen mucho los diarios. Bueno, allí vendían leche con algo más. No tenían permiso para vender alcohol, pero en ese tiempo no había ninguna ley que prohibiese las nuevas vesches que acostumbraban meter en el viejo moloco, de modo que se podía pitearlo con velocet o synthemesco o drencrom o una o dos vesches más que te daban unos buenos, tranquilos y joroschós quince minutos admirando a Bogo y el Coro Celestial de Angeles y Santos en el zapato izquierdo, mientras las luces te estallaban en el mosco. O podías pitear leche con cuchillos como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, y eso era lo que estábamos piteando la noche que empieza mi historia.
Teníamos los bolsillos llenos de dengo, de modo que no había verdadera necesidad de crastar un poco más, de tolchocar a algún anciano cheloveco en un callejón, y videarlo nadando en sangre mientras contábamos el botín y lo dividíamos por cuatro, ni de hacernos los ultraviolentos con alguna ptitsa tembleque, starria y canosa en una tienda, y salir smecando con las tripas de la caja. Pero como se dice, el dinero no es todo en la vida.
Los cuatro estábamos vestidos a la última moda, que en esos tiempos era un par de pantalones de malla negra muy ajustada, y el viejo molde de la jalea, como le decíamos entonces, bien apretado a la entrepierna, bajo la nalga, cosa de protegerlo, y además con una especie de dibujo que se podía videar bastante bien si le daba cierta luz; el mío era una araña, Pete tenía una ruca (es decir, una mano), Georgie una flor muy vistosa y el pobre y viejo Lerdo una cosa bastante fiera con un litso (quiero decir, una cara) de payaso, porque el Lerdo no tenía mucha idea de las cosas y era sin la más mínima duda el más obtuso de los cuatro. Además, llevábamos chaquetas cortas y ajustadas a la cintura, sin solapas, con esos hombros muy abultados (les decíamos plechos) que eran una especie de parodia de los verdaderos hombros anchos. Además, hermanos míos, usábamos esas corbatas de un blanco sucio que parecían de puré o cartófilos aplastados, como si les hubieran hecho una especie de dibujo con el tenedor. Llevábamos el pelo no demasiado largo, y calzábamos botas joroschós para patear.
-¿Y ahora qué pasa, eh?
Había tres débochcas juntas frente al mostrador, pero nosotros éramos cuatro málchicos, y en general aplicábamos lo de uno para todos y todos para uno. Las pollitas también estaban vestidas a la última moda, con pelucas púrpuras, verdes y anaranjadas en las golovás, y calculo que cada una les habría costado por lo menos tres o cuatro semanas de salario, y un maquillaje haciendo juego (arcoiris alrededor de los glasos y la rota pintada muy ancha). Llevaban vestidos largos y negros muy derechos, y en la parte de los grudos pequeñas insignias plateadas con los nombres de distintos málchicos. Joe, Mike y otros por el estilo. Seguramente los nombres de los diferentes málchicos con los que se habían toqueteado antes de los catorce. Miraban para nuestro lado, y estuve a punto de decir (por supuesto, torciendo la rota) que saliéramos a polear un poco, dejando solo al pobre y viejo Lerdo. Sería suficiente cuperarle un demi-Iitre de blanco, aunque esta vez con algo de synthemesco; pero la verdad es que no habría sido juego limpio. El Lerdo era muy fiero y tal cual su nombre, pero un peleador de la gran siete, de veras joroschó y un as de la bota.
-¿Y ahora qué pasa, eh?
El cheloveco que estaba sentado a mi lado -porque había esos asientos largos, de felpa, pegados a las tres paredes- tenía una expresión perdida, con los glasos vidriosos y mascullando slovos, como «De las insípidas obras de Aristóteles, que producen ciclámenes, brotan elegantes formaniníferos». Por supuesto, estaba en otro mundo, en órbita, y yo sabía cómo era eso, porque lo había probado como todos los demás, pero en ese momento me puse a pensar, oh hermanos, que era una vesche bastante cobarde. Te estabas ahí después de beber el moloco, y se te ocurría el meselo de que las cosas de alrededor pertenecían al pasado. Todo lo videabas clarísimo -las mesas, el estéreo, las luces, las niñas y los málchicos- pero era como una vesche que solía estar allí y ya no estaba. Y te quedabas hipnotizado por la bota, o el zapato o la uña de un dedo, según el caso, y al mismo tiempo era como si te agarraran del pescuezo y te sacudieran igual que a un gato. Te sacudían sin parar hasta vaciarte. Perdías el nombre y el cuerpo, y te perdías tú mismo, y esperabas hasta que la bota o la uña del dedo se te ponían amarillas. cada vez más amarillas. Después, las luces comenzaban a restallar como átomos, y la bota o la uña del dedo, o quizás una mota de polvo en los fundillos de los pantalones se convertían en un mesto enorme, grandísimo, más grande que el mundo, y ya te iban a presentar al viejo Bogo o Dios, y entonces todo concluía. Gimoteando volvías al presente, con la rota preparada para llorar a grito pelado. Todo muy lindo, pero muy cobarde. No hemos venido a esta tierra para estar en contacto con Dios. Esas cosas pueden liquidar toda la fuerza y la bondad de un cheloveco.
-¿Y ahora qué pasa, eh?
El estéreo funcionaba, y uno se hacía la idea de que la golosa del cantante volaba de una punta a la otra del bar, remontaba hasta el techo y volvía a caer y zumbaba de pared a pared. Era Berti Laski aullando una antigualla realmente starria que se llamaba Me levantas la pintura. Una de las tres ptitsas del mostrador, la de la peluca verde, entraba y sacaba la barriga al compás de lo que llamaban música. Sentí que los cuchillos del viejo moloco empezaban a punzar, y que ya estaba preparado para un poco de la una-menos-veinte. Entonces grité: -iFuera fuera fuera fuera! -y al veco que estaba sentado junto a mí, en su propio mundo, le largué un alarido joroschó en el uco o la oreja, pero él no lo oyó y siguió con su «Quincalla telefónica y la faralipa se pone rataplanplanplan». Se sentiría perfecto cuando volviera, bajando de las alturas.
-¿Adónde vamos? -dijo Georgie.
-A caminar un poco -le contesté- y a videar qué pasa, oh hermanitos míos.
Así que nos largamos a la gran noche invernal y descendimos por el bulevar Marghanita, y luego doblamos entrando en la avenida Boothby, y allí encontramos justo lo que buscábamos, una broma malenca para empezar la noche. Era un veco tipo maestro de escuela, starrio y tembleque, con anteojos y la rota abierta al frío aire de la naito. Llevaba unos libros bajo el brazo y un paraguas raído y daba vuelta a la esquina viniendo de la biblio pública, frecuentada por no muchos liudos en esos tiempos. Después del anochecer no se veían demasiados tipos del viejo estilo burgués, por la escasez de policía y por nosotros los magníficos y jóvenes málchicos que rondábamos, y este cheloveco de tipo profesoral era el único que caminaba en toda la calle. Así que gulamos hacia él y le dijimos muy corteses: -Disculpe, hermano.
Parecía un malenco puglio cuando nos videó a los cuatro, que nos acercábamos tan serenos, corteses y sonrientes, pero dijo: -¿Sí? ¿Qué pasa? -con una golosa muy alta, de maestro de escuela, como si intentara demostramos que no era un puglio.
Le dije: -Veo que llevas unos libros bajo el brazo, hermano. Realmente, es un placer raro en estos tiempos tropezar con alguien que todavía lee, hermano.
-Oh -dijo, todo agitado-. ¿De veras? Ah, comprendo. -Y siguió mirándonos, y se encontraba en medio de un grupo muy sonriente y cortés.
-Sí -añadí-. Me interesaría mucho, hermano, que tuvieras la amabilidad de dejarme ver qué son esos libros que llevas bajo el brazo. Un libro bueno y limpio, hermano, es la cosa más linda del mundo.
-Limpio -repitió-. Limpio, ¿eh? -Y entonces Pete le scvateó los tres libros y verdaderamente scorro los distribuyó entre nosotros. Como eran tres, todos menos el Lerdo teníamos uno para videar. El mío se llamaba Cristalografía elemental, así que lo abrí y dije:- Excelente, realmente de primera -mientras volvía las páginas. Entonces exclamé, con la golosa muy escandalizada-: Pero, ¿qué es esto? ¿Qué significa este sucio slovo? Me ruborizo de ver esta palabra. Me decepcionas, hermano, de veras te lo digo.
-Pero -quiso replicar-, pero, pero...
-Aquí -dijo Georgie- hay algo que me parece una verdadera porquería. Aquí veo un slovo que empieza con p y otro con c. -Tenía un libro llamado El milagro del copo de nieve.
-Oh -dijo el pobre Lerdo, smotando sobre el hombro de Pete, y como siempre se le fue la mano- y aquí y aquí dice lo que él le hizo a ella, con foto y todo. Pero si no eres más que un carcamal repulsivo de mente podrida.
-Un viejo como tú, hermano -dije, y empecé a destrozar el libro que me había tocado, y los otros hicieron lo propio con los suyos, el Lerdo y Pete a los tirones con El sistema romboédrico. El starrio de tipo profesoral comenzó a crichar-: Pero si no son míos, son del municipio, esto es abusivo y vandálico -y otros slovos por el estilo. Y trataba de arrebatarnos los libros, y resultaba una escena bastante patética-. Mereces una lección, hermano -dije-, te la has ganado. -El libro sobre cristales que yo tenía estaba sólidamente encuadernado, y era difícil rasrecearlo en pedazos, era lo que se dice starrio, como que era del tiempo en que las cosas se hacían para durar, pero me las arreglé para arrancar las páginas y echarlas al aire como copos de nieve, aunque grandes, sobre el viejo veco que crichaba; y entonces los otros hicieron lo mismo con los suyos, y el viejo Lerdo, iqué payaso!, comenzó a bailar alrededor.- Ahí tienes los restos -dijo Pete-, asqueroso lector de basura y porquerías.
-Viejo veco perverso -dije, y comenzamos a jugar con él. Pete le sostuvo las rucas y Georgie consiguió abrirle la rota, y el Lerdo le arrancó los subos postizos, arriba y abajo. Los tiró al suelo, y yo se los machaqué con las botas, aunque eran más duros que una piedra, como que estaban hechos con un nuevo y joroschó material plástico. El viejo veco empezó a refunfuñar no sé qué chumchum- uuf aaf uuf -de modo que Georgie le soltó las gubas y le descargó una buena en la rota desdentada con el puño anillado, y entonces el viejo veco comenzó a quejarse de lo lindo y le brotó la sangre, hermanos míos, y qué hermosa era. Así que nos limitamos a sacarle los platis, y lo dejamos en chaqueta y calzoncillos largos (muy starrio; el Lerdo casi se enferma de tanto reír), y finalmente Pete le encajó una cariñosa patada en el culo y lo soltamos. Se alejó tambaleándose, a pesar de que no había sido un tolchoco tan impresionante, pero él gimoteaba oh oh oh, sin saber dónde estaba o qué pasaba, y nosotros nos reímos con ganas; después le vaciamos los bolsillos, mientras el Lerdo bailaba una danza con el paraguas raído; pero no encontramos gran cosa. Había unas pocas cartas starrias, algunas de 1960 que empezaban «Mi muy querido» , y todas esas chepucas, además de un llavero y una lapicera starria que perdía. El Lerdo acabó su danza del paraguas, y naturalmente no se le ocurrió nada mejor que empezar a leer en voz alta una de las cartas, como para demostrar a la calle desierta que sabía leer. «Querido mío», recitó con golosa muy aguda, «pensaré en ti mientras estás lejos, y espero que recuerdes abrigarte bien cuando salgas de noche». Aquí largó una smeca muy chumchum-. Jo, jo, jo -haciendo como que se limpiaba el yama con la carta-. Bueno -dije-. Basta, hermanos míos. -En los pantalones del veco starrio sólo encontramos malenco dinero, apenas tres golis, así que tiramos esa porquería de moneditas, comida para pájaros comparadas con lo que teníamos encima. Después rompimos el paraguas y le rasreceamos los platis, y tiramos los pedazos al aire, hermanos míos, y así acabamos con el asunto del veco starrio de aire profesoral. No era gran cosa, ya lo sé, pero no por eso voy a pedir disculpas a nadie, y además la noche apenas comenzaba. Los cuchillos de la leche-plus ya estaban descargando pinchazos fuertes y joroschós.
Ahora había que hacer una buena acción, que era un modo de gastar un poco de dinero, cosa de tener más de un incentivo para crastar una tienda, y también de prepararnos de antemano una coartada; de modo que fuimos todos al Duque de Nueva York, en la calle Amis, y por supuesto allí se habían refugiado tres o cuatro viejas bábuchcas piteando café y menjunjes pagados con bonos AE (Ayuda del Estado). Ahora éramos los málchicos bondadosos, que saludaban sonrientes a todo el mundo, pero las viejas y arrugadas harpías comenzaron a agitarse, les temblaban las viejas rucas venosas y los vasos salpicaban las mesas con sus menjunjes. -Déjennos tranquilas, muchachos ‑dijo una de ellas, la cara con más líneas que un mapa-, no somos más que unas pobres viejas. -Pero nos contentamos con mostrar la dentadura, flash, flash, flash, nos sentamos, tocamos la campanilla y esperamos que viniese el camarero. Cuando apareció, todo nervioso y frotándose las rucas en el delantal grasiento, le pedimos cuatro veteranos: una mezcla de ron y jerez muy popular entonces, y que algunos preferían a la canadiense, con un chorrito de lima. Le dije al camarero:
-Sírvales a esas pobres bábuchcas viejas algo alimenticio. Whisky en abundancia para todas, y lo que quieran. -Y vacié sobre la mesa todo mi dengo, y lo mismo hicieron los otros, oh hermanos míos. Así que les sirvieron fuegodoros dobles a aquellas damas starrias y asustadas, y ellas no sabían qué decir o hacer. Una soltó un «Gracias, muchachos» pero sin duda barruntaba que se venía algo fulero. En fin, todas recibieron su botella de Yank General; quiero decir, coñac para llevar, y pagué para que a la mañana siguiente les mandaran a todas una docena de menjunjes y café, de modo que las chinas viejas y hediondas dejaron las direcciones en el mostrador. Después, con el dengo que nos quedaba compramos, hermanos míos, todos los pasteles de carne, pretzels, bocadillos de queso, patatas fritas y barras de chocolate que había en aquel mesto, y también eso era para las viejas harpías. Entonces dijimos:- Volvemos en una minuta -y las ptitsas canturreaban-: Gracias, muchachos -y- Dios los bendiga, muchachos -y salimos sin un centavo en los carmanos.
-Uno se siente realmente dobo -dijo Pete. Se videaba que el pobre y viejo Lerdo no ponimaba un cuerno de lo que pasaba, pero no hablaba por miedo de que lo llamaran glupo y cabeza de melón. Bueno, doblamos la esquina para ir a la avenida Attlee, y encontramos abierto el negocio de golosinas y cancrillos. Hacía casi tres meses que no andábamos por ahí, y en general todo el barrio había estado muy tranquilo, y por eso los militsos armados o las patrullas de militsos no rondaban demasiado, y más bien se los veía al norte del río. Nos pusimos las máscaras: unas cosas nuevas, realmente joroschós, lo que se dice bien hechas. Eran caras de personajes históricos (te decían el nombre cuando las comprabas); la mía era Disraeli, la de Pete representaba a Elvis Presley, Georgie tenía a Enrique VIII, y el pobre y viejo Lerdo andaba con un veco poeta llamado Pebe Shelley; eran disfraces auténticos, con pelo y todo, fabricados con una vesche plástica muy especial, que cuando uno se la quitaba se la podía enrollar y meter en la bota. Entramos tres, y Pete quedó de chaso afuera, aunque en realidad no había por qué preocuparse. En cuanto nos metimos en la tienda nos acercamos a Slouse el encargado, un veco como un montón de jalea de oporto que videó en seguida la que se le venía encima y enfiló derecho para la trastienda, donde estaba el teléfono y quizá la puschca bien aceitada, con las seis mierdosas balas. El Lerdo dio la vuelta al mostrador, scorro como un pájaro, haciendo volar paquetes de cancrillos y aplastando un gran letrero de propaganda en que una filosa les mostraba a los clientes unos subos relampagueantes, y bamboleaba los grudos anunciando una nueva marca de cancrillo. Lo que se videó entonces fue una especie de pelota grande que rodaba por el interior de la tienda, detrás de la cortina, y que era el viejo Lerdo y Slouse trenzados en algo así como una lucha a muerte. Se slusaban jadeos, ronquidos y golpes detrás de la cortina, y vesches que caían, y palabrotas y el vidrio que saltaba en mil pedazos. La vieja Slouse, la mujer, estaba como petrificada detrás del mostrador. Calculamos que se pondría a crichar asesinos si le dábamos tiempo, así que pegué la vuelta al mostrador muy scorro y la sujeté, y vaya paquete joroschó que era, toda nuqueando a perfume y con los grudos flojos que se bamboleaban como flanes. Le apliqué la ruca sobre la rota para que dejase de aullar muerte y destrucción a los cuatro vientos celestiales, pero la muy perra me dio un mordisco grande y perverso y yo fui el que crichó, y ella abrió la bocaza chillando para atraer a los militsos. Bueno, hubo que tolchocarla como Dios manda con una de las pesas de la balanza, y después darle un buen golpe con una barra de abrir cajones, y ahí le salió la colorada como una vieja amiga. La tiramos al suelo y le arrancamos los platis para divertirnos un poco, y le dimos una patadita suave para que dejara de quejarse. Y al verla ahí tendida, con los grudos al aire, me pregunté si lo haría o no, pero decidí que eso era para después. De modo que limpiamos la caja, y las ganancias de la noche fueron joroschó, y después de servirnos algunos paquetes de los mejores cancrillos, hermanos míos, nos largamos a la calle.
-Era un grandísimo hijo de puta -decía el Lerdo. No me gustó el aspecto del Lerdo; estaba sucio y desarreglado, como un veco que anduvo peleando, precisamente lo que había hecho, pero uno nunca ha de parecer lo que hace. Tenía la corbata como si se la hubieran pisoteado, la máscara arrancada y el litso sucio de polvo, así que lo llevamos a un callejón y lo limpiamos un malenco, mojando los tastucos en saliva para sacarle la roña. Las cosas que hacíamos por el pobre Lerdo. Volvimos muy scorro al Duque de Nueva York, y calculé en mi reloj que a lo sumo habíamos estado afuera diez minutos. Las viejas y starrias bábuchcas todavía estaban allí, con los whiskies, los cafés y los menjunjes que les habíamos pagado, y les dijimos-: Hola, chicas, ¿qué tal? -Y otra vez la vieja canción:- Muy amables, muchachos, Dios los bendiga, chicos -y nosotros tocamos el colocolo y esta vez vino un camarero diferente y pedimos cerveza con ron, porque estábamos muertos de sed, hermanos míos, y ordenamos que sirvieran a las viejas ptitsas lo que quisieran. Luego, les hablé a las viejas bábuchcas:
-No salimos de aquí, ¿verdad? Todo el tiempo estuvimos aquí, ¿no es cierto?
Todas pescaron scorro, y respondieron.
-De veras, muchachos. Claro que los vimos siempre ahí. Dios los bendiga, chicos -y seguían dándole al trago.
En realidad, no es que importara demasiado. Pasó una media hora antes de que los militsos dieran señales de vida, y los que llegaron fueron muy jóvenes, muy sonrosados bajo los grandes schlemos de cobre. Uno dijo:
-¿Saben algo de lo que pasó esta noche en la tienda de Slouse?
-¿Nosotros? -pregunté, haciéndome el inocente-. Caramba, ¿qué pasó?
-Robo y golpes. Dos hospitalizados. ¿Dónde estuvieron esta noche?
-No me hablen en ese tono asqueroso -dije-. No me interesan esas repugnantes insinuaciones. Todo esto revela una naturaleza muy suspicaz, hermanitos míos.
-Estuvieron aquí toda la noche, muchachos -empezaron a crichar las viejas harpías-. Dios los bendiga, no hay muchachos más buenos y generosos. Se han pasado aquí toda la noche. Ni moverse los vimos.
-No hacíamos más que preguntar -dijo el otro militso joven-. Tenemos que hacer nuestro trabajo como cualquiera. -Pero antes de marcharse nos echaron una desagradable mirada de advertencia. Cuando se alejaban les propinamos un musical pedorreo con los labios. Pero me sentí un poco decepcionado; en realidad, no había contra qué pelear en serio. Todo parecía tan fácil como un bésame los scharros. De cualquier modo, la noche era todavía muy joven.